
Conocí a Paquita Madariaga en Miami en 1992.
Voz peculiar, católica, fumadora empedernida, irreverente, y por muchos años escritora de la Revista Vanidades Internacional. Una cubana de pura sepa, a pesar de que pasó casi toda su vida en el exilio.
Su padre fue un gran especialista en enfermedades del estómago en tiempos de la República; además, médico de Fulgencio Batista bajo el Juramento de Sócrates, ya que él era un antibatistiano por principio.
A su vez, la joven Paquita recaudaba dinero para el Movimiento 26 de Julio hasta que un día recibió la visita de los agentes del BRAC (Buró de Represión Anti-Comunista), y mientras los “segurosos” de la época esperaban por ella en su sala de la casa del Vedado, Paquita se metió el pasaporte y un fajo de billetes dentro del escote del vestido, saltó por la ventana de su cuarto, y no paró hasta el aeropuerto. Salió de Cuba en el primer avión que ese día volaba a Miami.
Al triunfar la revolución regresó al país. Y cuando entró a la terminal aérea y vió –según sus propias palabras- “a aquella chusma” en verde olivo con collares y cadenas dando órdenes con sus armas largas, comprendió que todo había sido en vano.
En 1961 tomó el último avión de PanAm que despegó de suelo cubano y no regesó más.
Construyó su vida en Miami en lo que fue su segundo exilio, educó a sus hijos y deleitó a las lectoras de Vanidades con su impecable dominio de la lengua española y su sentido del humor.
Me encantaban sus anécdotas, su compañía. Cuando ella hablaba del Vedado Tennis, highball en mano y cigarrillo al labio jugando canasta, yo no podía dejar de pensar en un círculo social sucio y apuntalado y cerveza a granel en pergas. Teníamos el mismo amor por dos Cubas diferentes.
Paquita murió hace unos años atrás. Sin embargo, en estos días que esperamos el principio del fin de una época de destrucción, separaciones familiares, muertes en vano, amarguras, presos políticos y represión, recuerdo a Paquita y pienso cuánto hubiese disfrutado ella vivir esta emoción interna que lleva cada cubano dentro en estos días. Cuando llegue el momento de destapar el champagne, también alzaré la copa por mi colega Paquita, esa cubana divertida y brillante que tuve la oportunidad de conocer.
(No fuimos amigos, pero al menos una vez a la semana durante un año, almorzábamos juntos en el Dennis de la 36 calle del NW de Miami -existirá todavía ese Dennis?- y mientras comíamos mirando despegar y aterrizar aviones, ella me contaba su historia)