Anoche recibí en casa a un par de amigos diseñadores gráficos latinoamericanos, socios de aventuras periodísticas por estos lares y correrías nocturnas que comenzaban en el Café Español de la calle Carmine a mediado de los noventa. Entre tapas y copas de vino salió a relucir el diseño de las estampillas postales cubanas.
Ustedes ya me conocen: saqué del profundo baúl cientos de sellos de la Isla que, por h o por b, han caído en mis manos. Cuál no sería mi sorpresa ver a ambos extasiados con estos dos ejemplares de nuestra filatelia a estas alturas del campeonato, en que llevo quince años contándoles la realidad tras la imagen de este personaje. Pero, si algo aprendimos nosotros, “el hombre nuevo”, fue a “convertir el revés en victoria”.
Diez dólares por cada sello les trajo una sonrisa de felicidad a cada uno de mis amigos, y a mí, una tardía remuneración por algunas de aquellas horas de pérdida de tiempo “voluntarias” de mi adolescencia.
Ustedes ya me conocen: saqué del profundo baúl cientos de sellos de la Isla que, por h o por b, han caído en mis manos. Cuál no sería mi sorpresa ver a ambos extasiados con estos dos ejemplares de nuestra filatelia a estas alturas del campeonato, en que llevo quince años contándoles la realidad tras la imagen de este personaje. Pero, si algo aprendimos nosotros, “el hombre nuevo”, fue a “convertir el revés en victoria”.
Diez dólares por cada sello les trajo una sonrisa de felicidad a cada uno de mis amigos, y a mí, una tardía remuneración por algunas de aquellas horas de pérdida de tiempo “voluntarias” de mi adolescencia.
(Eso sí, les puse una condición: leerse las páginas perdidas del diario del Ché donde el historiador Don Güicho)