Mientras compartíamos la angustia en una sala de espera del Mercy Hospital de Miami, en lo que operaban a mi ex media naranja y niña de sus ojos, Abel abrió su gaveta de recuerdos, asombrado de que alguien de la edad de su hija pusiera con tanto placer un oído para escucharle.
Abel fue el típico joven revoltoso de los medios estudiantiles que rodearon a Fidel Castro cuando sus años de Alma Mater y Colina Universitaria. Perseguido por la policía de Batista, mi ex-suegro paró en Miami a finales de los cincuenta. Cuando su amigo Castro tomó el poder, Abel -como muchos, muchísimos jóvenes cubanos viviendo en los Estados Unidos por esa época- también regresó a Cuba para unirse a la aventura de justicia e igualdad. Y en los primeros doce meses se tomó con seriedad aquella cosa.
Sofocado el incendio, Abel se le acercó al Ché para transmitirle algunas inquietudes que tenían los obreros de la refinería. Entre las preocupaciones de los trabajadores estaba la incertidumbre de no saber si el gobierno revolucionario, al nacionalizar aquel complejo donde ellos habían laborado años y años, iba a respetarles todos los beneficios de antigüedad y de retiro que habían acumulado con la compañía Texaco.
La respuesta que le dio el Ché a Abel fue la siguiente: “Diles que sí, que se va a respetar todo, que nosotros luego hacemos lo que nos dé la gana...”
Su segundo encuentro con el Ché fue fortuito. Abel había ido a La Cabaña a encontrarse con un ministro amigo suyo, uno de esos políticos de carrera que al principio apoyaron la revolución, y en un par de años desaparecieron por completo de la escena política. No recuerdo ahora el nombre.
Según me contó Abel -inspirado aquella mañana por haber encontrado un interlocutor tan interesado- de pronto, en el patio de La Cabaña, llamaron a los soldados a la formación militar y apareció el Ché. El argentino tenía la misión de desarmar a todos aquellos jóvenes del ejército revolucionario, porque ya empezaban a escucharse quejas e inconformidades entre las filas rebeldes.
Sin ton ni son, el Ché se viró para Abel y le tendió un saco vacío que traía en una mano. Y mi ex-suegro se vio así mismo acompañando al Ché, mientras este iba soldado tras soldado quitándole las armas, que caían dentro del saco que Abel aguantaba.
Cuando terminó aquella ceremonia, el jefe del pelotón mandó a romper filas, el Ché se fue a hablar con otra persona, su amigo ministro había desaparecido de aquel patio, y Abel no tenía idea de a quién tenía que entregarle dicho saco lleno de armas.
Por supuesto, lo primero que quise saber fue qué pasó con el saco de armas. Abel se empezó a reír como niño pícaro y me contó que llegó a su casa, pasó el saco de armas para el maletero de un carro viejo que no usaba y estaba sin chapas, y que a partir de ese día, todos los meses vendía una para poder comprar ruedas de carne de contrabando, porque ya la comida se empezaba a poner mala. Mis ex in-laws y el resto de su familia, vivieron de aquel saco de armas hasta que se fueron de Cuba en 1965.