(Entrevista al escritor Vicente Echerri publicada originalmente en Voces 9, revista cultural independiente editada en Cuba)
Por Natacha Herrera
Un hombre lleva a cuesta su ciudad natal, de las primeras villas del Nuevo Mundo, uno de los úteros del cubano post colombino de esa isla del Caribe que llegó una vez a ser república. Parecería carga pesada si no fuera porque la ciudad ha sido arcilla, molde, para que este hombre lleve forma y una lúcida memoria con que evocarla.
Vicente Echerri es quizás de los últimos trinitarios que va por el mundo con el garbo intacto de aquella Trinidad de antes de 1959, un eslabón designado en conservar la elegancia del pasado entre las ruinas del presente, como la conciencia de una clase social que se aferra a no ser olvidada.
Periodista de opinión de El Nuevo Herald de Miami por treinta años, su nombre es familiar —y a veces controvertido— para los cubanos del exilio. Echerri, el poeta, ha publicado Luz en la piedra (1986) y Casi de memorias (2008); el ensayista La señal de los tiempos (1993); el narrador, Historias de la otra revolución (1998) y Doble nueve (2009). Entre sus títulos inéditos se cuentan la novela El caballo de ébano y Memoria del paraíso.
Ha traducido al castellano, entre otros muchos, los libros Redención (Salvation) de Valerie Martin, (biografía novelada de San Francisco de Asís); Mitos y realidades (Myths and Facts) una guía para el conflicto árabe-israelí, de Mitchell G. Bard; Ora conmigo (las oraciones personales de Juan Pablo II), El camino de la iluminación por S.S. el Dalai Lama y Clemente de David Maraniss, notable biografía del famoso pelotero puertorriqueño.
Vicente Echerri concedió esta entrevista exclusiva para la revista Voces.
Para comprender al escritor, poeta, columnista de opinión, traductor, editor y hombre de leyendas, resulta obligado viajar hasta ese núcleo primario que fue el hogar y el marco social donde creciste, y del cual absorbiste enseñanzas e influencias que cimentaron a Vicente Echerri, el hombre actual y también —¿qué no?— el personaje legendario. ¿Cómo era aquella Trinidad de antes de 1959 donde transcurrió tu infancia?
“Era una ciudad venida a menos, aunque llena de gracia. Casi todas las viejas familias se habían empobrecido hacía mucho, pero la pobreza coexistía con un sentido aristocrático de la vida: llaneza, obligación social, seguridad que dan las cosas que se adquieren al nacer, desdén por la riqueza nueva. Algunas viejas familias habían llegado con dinero al siglo XX, pero eran pocas. Desde niños, conocíamos las historias y las leyendas locales y, como bien dice Lydia Cabrera, en Trinidad los muertos seguían vivos.
La vida de la ciudad giraba en torno a dos fiestas: la Semana Santa y los carnavales. A diferencia de los carnavales en casi todas partes del mundo, que anteceden al comienzo de la Cuaresma, en Trinidad se celebraban a lo largo de todo el mes de junio. Empezaban realmente el 30 de mayo, fiesta de San Fernando, y terminaban el 30 de junio. Concurrían en ellos una serie de tradiciones —españolas y africanas, o criollas muy mestizadas. A lo largo de ese mes era frecuente ver encapuchados vestidos de diablitos en las calles y, amén de los bailes de disfraces que se celebraban en los clubes sociales de blancos, negros y mulatos (pues, las actividades sociales, más o menos formales, estaban segregadas), los carnavales tenían varios hitos públicos: La fiesta de San Antonio, el día 13, que se caracterizaba por el baile de La culebra, en que un grupo de diablitos bailaba en torno a una serpiente de tela y cartón mientras cantaban a coro ‘Que la culebra se murió, que San Antonio la mató’. No tengo idea de donde provenía esta tradición. Después venían las carreras de caballos en las fiestas de San Juan y de San Pedro y San Pablo, el 24 y el 29 de junio respectivamente. Eso se combinaba con paseo de carrozas (aunque no demasiado lucidas) y desfile de algunas comparsas populares. En casa le tenían una aversión especial a los carnavales, los veían como una convocatoria de primitivas fuerzas demoníacas.
La Semana Santa era exactamente lo opuesto: llena de luctuoso recogimiento. El teatro Caridad, uno de los dos cines locales, siempre proyectaba, el Miércoles Santo, Vida, pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, una película muy mala, que ya era vieja a mediado de los años cincuenta. El Jueves y Viernes Santos la vida mundana se paralizaba y todo giraba en torno al rito católico y las procesiones. Con poco esfuerzo revivo el ruido de las matracas de los sayones y el olor de millares de velas. En la zona más antigua, que le llamábamos ‘la Parte Alta’, había catorce casas, algunas de ellas medio en ruinas, cuyas fachadas tenían el privilegio de tener una cruz empotrada en la pared: eran las estaciones del Via Crucis, y ante todas ellas se detenían las procesiones del Jueves y del Viernes y se cantaba el Miserere (Miserere mei, Deus: secundum magnam, misericordiam tuam…). Haber visto este espectáculo a la luz de miles de cirios es haber tenido el privilegio de asomarse a otra época. Las últimas procesiones fueron en 1961. Casi cuarenta años después volvieron a autorizarlas, pero ahora son un miserable remedo para turistas.
Curiosamente, en ese baluarte del catolicismo rancio, yo era protestante. La familia de mi madre fue la primera en convertirse al protestantismo en aquella ciudad católica. Eso ocurrió medio siglo antes que yo naciera, durante la ocupación americana, cuando los misioneros americanos de todas las denominaciones cayeron en enjambre sobre Cuba. Ser protestante daba un toque de modernidad. Mi casa había sido el pied-à-terre de los misioneros, extranjeros y nacionales, durante todo ese tiempo, en el que mi familia materna fue cambiando periódicamente de denominación. Cuando vengo a tener uso de razón, mi madre, mi abuela y mis tías han derivado hacia formas extremas del puritanismo protestante, conforme al cual las mujeres no se pintan, ni usan zarcillos (para decirlo en el lenguaje bíblico del siglo XVI con que solían decirse ciertas cosas en casa). Por supuesto, no vivíamos en un gueto. Casi todas nuestras amistades eran católicas y yo, desde niño, me sentí poderosamente atraído hacia la liturgia católica, pero no así hacia su teología. Me gustaba el ritual de la misa, pero me repugnaban ciertos dogmas y también las imágenes que me parecían, y aún me parecen, grotescas supersticiones. Pasé años soñando con una Iglesia que combinara el pensamiento racional de la Reforma con la pompa y el colorido de la liturgia católica. Incluso hasta llegué a pensar que estaba llamado a fundar esa Iglesia, hasta que, a los quince años, descubrí la Iglesia Anglicana (Iglesia que en Cuba, al igual que en Estados Unidos, adopta el nombre de Episcopal) y me di cuenta de que los ingleses habían tenido mi misma idea más de 400 años antes. Entré en esa Iglesia y aún sigo estando en ella, a pesar de que la fe ingenua de entonces hace mucho que desertó de mí. Gracias a esa Iglesia fue que entró Inglaterra en mi vida”.
Vicente, en tu adolescencia en Trinidad fundaste la Great Britain’s Friends Society, como has expresado en otras entrevistas “…para buscar un poco de oxígeno a través de la embajada inglesa”. ¿Por qué una Sociedad de amigos de Gran Bretaña y no una de amigos de España o Francia, digamos?
“El ‘oxígeno’ era vital en una sociedad que empezaba a resultar asfixiante. Yo recordaba un país con muchos periódicos y con libertad de prensa, que durante el gobierno de Batista sólo se vio afectada por breves períodos de censura. En casa se compraban, además de periódicos y revistas nacionales —como Bohemia y Carteles— versiones en español de Life y O’ Cruzeiro, amén de Selecciones del Reader’s Digest. Es decir, yo recordaba lo expuestos que estábamos al mundo y a la variedad de opiniones y, de pronto, cómo la atmósfera se fue enrareciendo para que nada más se oyera una sola voz, un solo discurso, una sola interpretación de la realidad, fea y falseada por demás. Pensé, entonces, que alguna embajada podía suministrarnos un poco de aire; de ahí surge la idea de la Great Britain’s Friends Society, que llegó a tener un centenar de miembros en diferentes ciudades del país. ¿Por qué Gran Bretaña y no Francia o España? Por una admiración esencial hacia una sociedad conservadora que supo entrar armónicamente en la modernidad, por una cultura que había dado pruebas de tener un gran equilibrio, una sabia ponderación. Francia era la heredera de una revolución que yo detestaba y que, hasta hoy, creo que es la madre del moderno Estado totalitario. España había sido responsable de muchas de las desgracias de Cuba y, aunque nunca me educaron en el odio a España (como creo que en Cuba nadie lo tenía), en mi casa —independentista y protestante— España representaba a un tiempo la opresión colonial y el oscurantismo católico. Habrían de pasar unos cuantos años —hasta que salí de Cuba para España— para descubrir que España es el país que más se nos parece y en el que puedo recobrar esa Cuba que desapareció.
Los ingleses habían demostrado crear una cultura integradora y conciliadora: habían hecho realidad mi viejo sueño de armonizar, en el ámbito religioso, catolicismo y protestantismo; habían hecho lo mismo en lo político al hacer convivir la democracia con la monarquía, del mismo modo que habían sabido vaciar en un mismo molde el mundo latino y el ‘genio’ germánico. Tenían las virtudes de todos con los excesos de ninguno. Me enamoré de ese país. Lo adopté como propio en el momento que en el mío naufragaba la civilización. Fue un acto de evasión consciente que me llevó a ahondar en la geografía de esa otra isla, en sus guerras dinásticas y coloniales, en su literatura… No me pesa, pero no me valió de mucho para escapar del único país de mi realidad, el que llevo en mí como la sangre. Entonces no sabía aún cuan cubano yo era”.
A los 20 años conociste la prisión política en Cuba ¿Cómo sobreviviste ese período y qué lecciones asimilaste en la cárcel?
“A la cárcel fui a dar por haber intentado escapar clandestinamente del país, luego de diez días perdido en alta mar y de un aparatoso naufragio. A esto se sumó una pequeña sanción por lo de la GBFS. Tengo que agradecerle aún a Sir Richard Slater, el embajador británico de entonces, el haber hecho alguna gestión para demostrarles a los suspicaces agentes de la Seguridad del Estado que yo no era más que el inocente entusiasta de una cultura y no un “agente del imperialismo británico”, como alguien llegó a decir. En la cárcel pasé sólo dos años y medio, que para los estándares de Cuba es poco menos que una vacación, y los últimos 18 meses entre los ‘plantados’. Esa experiencia, justo cuando acababa de cumplir 20 años, resultó extraordinaria, dando lugar a una acelerada maduración. La prisión, además, constituyó para mí una intensa experiencia intelectual. En pocos lugares he estudiado tanto y con tanto ahínco. Algunas lecturas fundamentales las hice allí, del mismo modo que allí, en compañía de personas notables, se acendró mi carácter. Mirado retrospectivamente, creo que valió la pena, aunque ello no justifique a los que me impusieron un injusto castigo”.
Las huellas del exilio son diferentes en cada exiliado. ¿Cuáles son las más marcadas dejadas en ti por un exilio que ya cuenta con 32 años en tu caso particular?
“Hay quien trata de adaptarse y de olvidarse de los sufrimientos pasados, del país perdido, de reinventarse una nueva identidad. No culpo a quien actúe así, tiene ese derecho. A mí me pasa exactamente lo contrario. Llevo casi 32 años de vida provisional —por asentado y establecido que parezca—, como si todavía no hubiera deshecho el equipaje, esperando el momento de regresar, de volver a tocar el único suelo donde me siento con raíces. Sin embargo, no puedo abaratar ese sentimiento yendo de visita. No estoy dispuesto a pedir permiso para entrar en mi país y no quiero respirar ni por un momento el aire emponzoñado de un lugar donde manden los Castro y su pandilla de secuestradores.
Por supuesto, este largo exilio que ya se extiende por más tiempo del que viví en Cuba ha sido generoso conmigo, en él me he formado como un ser libre. Me ha permitido viajar, leer, escribir, aprender en fin, con la humildad del que sabe lo poco que sabe en medio de la vastedad de su ignorancia”.
¿Qué recuerdos guardas de escritores cubanos como Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y Reinaldo Arena?
“A Guillermo Cabrera Infante lo conocí recién salido yo de Cuba cuando el lanzamiento en Madrid de La Habana para un infante difunto en octubre de 1979. Mi primera impresión de que era, fundamentalmente, un hacedor de frases deslumbrantes, no hizo más que robustecerse con el tiempo. Pienso que hubiera ganado mucha fama en aquellos salones franceses de los siglos XVII y XVIII en que se cultivaban las agudezas y el ingenio. No lo traté mucho; pero todas las veces en que nos vimos (casi siempre que pasaba por Londres llegaba a verlo) o hablamos por teléfono fue muy cordial; aunque no puedo declararme un entusiasta de su escritura, algo que él debe haber sabido o intuido.
A Padilla me unió una larga y profunda amistad que empezó aquí en el exilio, donde ambos llegamos casi al mismo tiempo. Era un hombre de notable inteligencia y sensibilidad, con un impresionante repertorio referencial que sabía articular muy bien. Un polemista nato que podía tomar, exitosamente, cualquier lado en una discusión. Era un magnífico poeta, aunque la totalidad de su obra fuera modesta. Tenía un estilo muy peculiar, muy reconocible, que después ha tenido algunos continuadores, pero carentes de su gracia. Lo recordaré siempre como uno de los mejores interlocutores que haya conocido, aunque obraba en su contra una tendencia a la melancolía que no hizo más que acentuarse con los años. Siempre echaré de menos su amistad.
Reinaldo Arenas se parecía a Heberto en el pesimismo, pero ahí terminaban sus semejanzas. Era un ser endemoniado que escribía con calidad muy irregular: en un mismo libro había páginas brillantes contiguas a otras muy lamentables. Curiosamente, tenía el rigor de escribir diariamente, ése que me ha faltado a mí y a muchos escritores. Pero tal vez habría valido la pena que hubiese escrito menos y mejor. Lo traté mucho en mis últimos años en Cuba y también en el exilo, si bien terminé por distanciarme de él, como quien se aleja de una cobra. Estaba sobrado de furia y de rencores y era completamente inmune a la lealtad. Por chantajes había servido de confidente a la Seguridad del Estado mientras estuvo en Cuba y eso lo torturaba. Pocos meses antes de su muerte quiso reconciliarse conmigo y nos vimos algunas veces, pero ahora no estoy seguro de si hice bien. Su aura de negatividad era muy opresiva. Murió sin reconocer lo que la vida le había dado, sólo prestándole atención a lo que le faltaba, y eso es muy triste”.
Por lo general, el periodismo cubano post 1959 ha obviado el tema del hedonismo por diferentes razones, entre ellas una fobia a la ‘banalidad’ o el ‘antagonismo ideológico’ que le supone una sociedad diseñada a disecar el espíritu del hombre. ¿Qué importancia le concedes en tu vida privada y profesional a los placeres?
“Cuando se habla de placeres la gente tiende a pensar en fiestas orgiásticas, en eso que la moral convencional llama ‘vida licenciosa’. Sin embargo, los placeres pueden ser otros. Yo los asocio con aquello que place a los sentidos en una acepción muy general. Siempre he estado muy cerca de lo sensual —contrario a las personas que se declaran ‘espirituales’ y que tienen inquietudes de esa índole. He vivido en un mundo de miradas, de olores, de sabores, de percepciones táctiles… pieles, perfumes, sedas, frutas, paisajes… a esos placeres he subordinado los rigores de la especulación y las torturas de la fe o de la búsqueda de Dios. Me encanta esta vida a pesar de su brevedad, una vida que rememoro, o regurgito, por vía de la memoria. Querría que esta materialidad durara para siempre. Me desalienta de antemano cualquier inmortalidad donde no me acompañasen estos maravillosos sentidos corporales”.
Esta entrevista se realiza para una revista cubana hecha en la propia Isla. ¿Alguna vez te pasó por la mente la posibilidad de que te entrevistaran especialmente para lectores que viven dentro de Cuba, sin tener por ello que concederle la palabra al periodismo oficial de la dictadura?
“Me conmueve y me entusiasma ser leído por mis compatriotas de la isla, como ha ocurrido ya a través de las páginas de esta innovadora y valiente publicación. Si algo me suscitan esos cubanos que alientan y esperan en esa suerte de círculo infernal es un vivo sentimiento de ternura, un profundo impulso de solidaridad que me lleva a sentirme parte de sus sueños y de su entusiasmo, así como de sus frustraciones y amarguras (que me son familiares por haberlas vivido durante muchos años). Cierto es que, gracias a la destructiva gestión de este régimen, la idiosincrasia del cubano ha sufrido muchas alteraciones, muchas transformaciones negativas, entre las que se incluyen las costumbres y el habla. Pero no podemos responsabilizar a las víctimas del naufragio nacional, sino tan sólo sentir compasión por los náufragos —que en última instancia somos todos—, no compasión como sinónimo de lástima, sino en el sentido en que lo explicara Unamuno, como pasión compartida”.
Por Natacha Herrera
Un hombre lleva a cuesta su ciudad natal, de las primeras villas del Nuevo Mundo, uno de los úteros del cubano post colombino de esa isla del Caribe que llegó una vez a ser república. Parecería carga pesada si no fuera porque la ciudad ha sido arcilla, molde, para que este hombre lleve forma y una lúcida memoria con que evocarla.
Vicente Echerri es quizás de los últimos trinitarios que va por el mundo con el garbo intacto de aquella Trinidad de antes de 1959, un eslabón designado en conservar la elegancia del pasado entre las ruinas del presente, como la conciencia de una clase social que se aferra a no ser olvidada.
Periodista de opinión de El Nuevo Herald de Miami por treinta años, su nombre es familiar —y a veces controvertido— para los cubanos del exilio. Echerri, el poeta, ha publicado Luz en la piedra (1986) y Casi de memorias (2008); el ensayista La señal de los tiempos (1993); el narrador, Historias de la otra revolución (1998) y Doble nueve (2009). Entre sus títulos inéditos se cuentan la novela El caballo de ébano y Memoria del paraíso.
Ha traducido al castellano, entre otros muchos, los libros Redención (Salvation) de Valerie Martin, (biografía novelada de San Francisco de Asís); Mitos y realidades (Myths and Facts) una guía para el conflicto árabe-israelí, de Mitchell G. Bard; Ora conmigo (las oraciones personales de Juan Pablo II), El camino de la iluminación por S.S. el Dalai Lama y Clemente de David Maraniss, notable biografía del famoso pelotero puertorriqueño.
Vicente Echerri concedió esta entrevista exclusiva para la revista Voces.
Para comprender al escritor, poeta, columnista de opinión, traductor, editor y hombre de leyendas, resulta obligado viajar hasta ese núcleo primario que fue el hogar y el marco social donde creciste, y del cual absorbiste enseñanzas e influencias que cimentaron a Vicente Echerri, el hombre actual y también —¿qué no?— el personaje legendario. ¿Cómo era aquella Trinidad de antes de 1959 donde transcurrió tu infancia?
“Era una ciudad venida a menos, aunque llena de gracia. Casi todas las viejas familias se habían empobrecido hacía mucho, pero la pobreza coexistía con un sentido aristocrático de la vida: llaneza, obligación social, seguridad que dan las cosas que se adquieren al nacer, desdén por la riqueza nueva. Algunas viejas familias habían llegado con dinero al siglo XX, pero eran pocas. Desde niños, conocíamos las historias y las leyendas locales y, como bien dice Lydia Cabrera, en Trinidad los muertos seguían vivos.
La vida de la ciudad giraba en torno a dos fiestas: la Semana Santa y los carnavales. A diferencia de los carnavales en casi todas partes del mundo, que anteceden al comienzo de la Cuaresma, en Trinidad se celebraban a lo largo de todo el mes de junio. Empezaban realmente el 30 de mayo, fiesta de San Fernando, y terminaban el 30 de junio. Concurrían en ellos una serie de tradiciones —españolas y africanas, o criollas muy mestizadas. A lo largo de ese mes era frecuente ver encapuchados vestidos de diablitos en las calles y, amén de los bailes de disfraces que se celebraban en los clubes sociales de blancos, negros y mulatos (pues, las actividades sociales, más o menos formales, estaban segregadas), los carnavales tenían varios hitos públicos: La fiesta de San Antonio, el día 13, que se caracterizaba por el baile de La culebra, en que un grupo de diablitos bailaba en torno a una serpiente de tela y cartón mientras cantaban a coro ‘Que la culebra se murió, que San Antonio la mató’. No tengo idea de donde provenía esta tradición. Después venían las carreras de caballos en las fiestas de San Juan y de San Pedro y San Pablo, el 24 y el 29 de junio respectivamente. Eso se combinaba con paseo de carrozas (aunque no demasiado lucidas) y desfile de algunas comparsas populares. En casa le tenían una aversión especial a los carnavales, los veían como una convocatoria de primitivas fuerzas demoníacas.
La Semana Santa era exactamente lo opuesto: llena de luctuoso recogimiento. El teatro Caridad, uno de los dos cines locales, siempre proyectaba, el Miércoles Santo, Vida, pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, una película muy mala, que ya era vieja a mediado de los años cincuenta. El Jueves y Viernes Santos la vida mundana se paralizaba y todo giraba en torno al rito católico y las procesiones. Con poco esfuerzo revivo el ruido de las matracas de los sayones y el olor de millares de velas. En la zona más antigua, que le llamábamos ‘la Parte Alta’, había catorce casas, algunas de ellas medio en ruinas, cuyas fachadas tenían el privilegio de tener una cruz empotrada en la pared: eran las estaciones del Via Crucis, y ante todas ellas se detenían las procesiones del Jueves y del Viernes y se cantaba el Miserere (Miserere mei, Deus: secundum magnam, misericordiam tuam…). Haber visto este espectáculo a la luz de miles de cirios es haber tenido el privilegio de asomarse a otra época. Las últimas procesiones fueron en 1961. Casi cuarenta años después volvieron a autorizarlas, pero ahora son un miserable remedo para turistas.
Curiosamente, en ese baluarte del catolicismo rancio, yo era protestante. La familia de mi madre fue la primera en convertirse al protestantismo en aquella ciudad católica. Eso ocurrió medio siglo antes que yo naciera, durante la ocupación americana, cuando los misioneros americanos de todas las denominaciones cayeron en enjambre sobre Cuba. Ser protestante daba un toque de modernidad. Mi casa había sido el pied-à-terre de los misioneros, extranjeros y nacionales, durante todo ese tiempo, en el que mi familia materna fue cambiando periódicamente de denominación. Cuando vengo a tener uso de razón, mi madre, mi abuela y mis tías han derivado hacia formas extremas del puritanismo protestante, conforme al cual las mujeres no se pintan, ni usan zarcillos (para decirlo en el lenguaje bíblico del siglo XVI con que solían decirse ciertas cosas en casa). Por supuesto, no vivíamos en un gueto. Casi todas nuestras amistades eran católicas y yo, desde niño, me sentí poderosamente atraído hacia la liturgia católica, pero no así hacia su teología. Me gustaba el ritual de la misa, pero me repugnaban ciertos dogmas y también las imágenes que me parecían, y aún me parecen, grotescas supersticiones. Pasé años soñando con una Iglesia que combinara el pensamiento racional de la Reforma con la pompa y el colorido de la liturgia católica. Incluso hasta llegué a pensar que estaba llamado a fundar esa Iglesia, hasta que, a los quince años, descubrí la Iglesia Anglicana (Iglesia que en Cuba, al igual que en Estados Unidos, adopta el nombre de Episcopal) y me di cuenta de que los ingleses habían tenido mi misma idea más de 400 años antes. Entré en esa Iglesia y aún sigo estando en ella, a pesar de que la fe ingenua de entonces hace mucho que desertó de mí. Gracias a esa Iglesia fue que entró Inglaterra en mi vida”.
Vicente, en tu adolescencia en Trinidad fundaste la Great Britain’s Friends Society, como has expresado en otras entrevistas “…para buscar un poco de oxígeno a través de la embajada inglesa”. ¿Por qué una Sociedad de amigos de Gran Bretaña y no una de amigos de España o Francia, digamos?
“El ‘oxígeno’ era vital en una sociedad que empezaba a resultar asfixiante. Yo recordaba un país con muchos periódicos y con libertad de prensa, que durante el gobierno de Batista sólo se vio afectada por breves períodos de censura. En casa se compraban, además de periódicos y revistas nacionales —como Bohemia y Carteles— versiones en español de Life y O’ Cruzeiro, amén de Selecciones del Reader’s Digest. Es decir, yo recordaba lo expuestos que estábamos al mundo y a la variedad de opiniones y, de pronto, cómo la atmósfera se fue enrareciendo para que nada más se oyera una sola voz, un solo discurso, una sola interpretación de la realidad, fea y falseada por demás. Pensé, entonces, que alguna embajada podía suministrarnos un poco de aire; de ahí surge la idea de la Great Britain’s Friends Society, que llegó a tener un centenar de miembros en diferentes ciudades del país. ¿Por qué Gran Bretaña y no Francia o España? Por una admiración esencial hacia una sociedad conservadora que supo entrar armónicamente en la modernidad, por una cultura que había dado pruebas de tener un gran equilibrio, una sabia ponderación. Francia era la heredera de una revolución que yo detestaba y que, hasta hoy, creo que es la madre del moderno Estado totalitario. España había sido responsable de muchas de las desgracias de Cuba y, aunque nunca me educaron en el odio a España (como creo que en Cuba nadie lo tenía), en mi casa —independentista y protestante— España representaba a un tiempo la opresión colonial y el oscurantismo católico. Habrían de pasar unos cuantos años —hasta que salí de Cuba para España— para descubrir que España es el país que más se nos parece y en el que puedo recobrar esa Cuba que desapareció.
Los ingleses habían demostrado crear una cultura integradora y conciliadora: habían hecho realidad mi viejo sueño de armonizar, en el ámbito religioso, catolicismo y protestantismo; habían hecho lo mismo en lo político al hacer convivir la democracia con la monarquía, del mismo modo que habían sabido vaciar en un mismo molde el mundo latino y el ‘genio’ germánico. Tenían las virtudes de todos con los excesos de ninguno. Me enamoré de ese país. Lo adopté como propio en el momento que en el mío naufragaba la civilización. Fue un acto de evasión consciente que me llevó a ahondar en la geografía de esa otra isla, en sus guerras dinásticas y coloniales, en su literatura… No me pesa, pero no me valió de mucho para escapar del único país de mi realidad, el que llevo en mí como la sangre. Entonces no sabía aún cuan cubano yo era”.
A los 20 años conociste la prisión política en Cuba ¿Cómo sobreviviste ese período y qué lecciones asimilaste en la cárcel?
“A la cárcel fui a dar por haber intentado escapar clandestinamente del país, luego de diez días perdido en alta mar y de un aparatoso naufragio. A esto se sumó una pequeña sanción por lo de la GBFS. Tengo que agradecerle aún a Sir Richard Slater, el embajador británico de entonces, el haber hecho alguna gestión para demostrarles a los suspicaces agentes de la Seguridad del Estado que yo no era más que el inocente entusiasta de una cultura y no un “agente del imperialismo británico”, como alguien llegó a decir. En la cárcel pasé sólo dos años y medio, que para los estándares de Cuba es poco menos que una vacación, y los últimos 18 meses entre los ‘plantados’. Esa experiencia, justo cuando acababa de cumplir 20 años, resultó extraordinaria, dando lugar a una acelerada maduración. La prisión, además, constituyó para mí una intensa experiencia intelectual. En pocos lugares he estudiado tanto y con tanto ahínco. Algunas lecturas fundamentales las hice allí, del mismo modo que allí, en compañía de personas notables, se acendró mi carácter. Mirado retrospectivamente, creo que valió la pena, aunque ello no justifique a los que me impusieron un injusto castigo”.
Las huellas del exilio son diferentes en cada exiliado. ¿Cuáles son las más marcadas dejadas en ti por un exilio que ya cuenta con 32 años en tu caso particular?
“Hay quien trata de adaptarse y de olvidarse de los sufrimientos pasados, del país perdido, de reinventarse una nueva identidad. No culpo a quien actúe así, tiene ese derecho. A mí me pasa exactamente lo contrario. Llevo casi 32 años de vida provisional —por asentado y establecido que parezca—, como si todavía no hubiera deshecho el equipaje, esperando el momento de regresar, de volver a tocar el único suelo donde me siento con raíces. Sin embargo, no puedo abaratar ese sentimiento yendo de visita. No estoy dispuesto a pedir permiso para entrar en mi país y no quiero respirar ni por un momento el aire emponzoñado de un lugar donde manden los Castro y su pandilla de secuestradores.
Por supuesto, este largo exilio que ya se extiende por más tiempo del que viví en Cuba ha sido generoso conmigo, en él me he formado como un ser libre. Me ha permitido viajar, leer, escribir, aprender en fin, con la humildad del que sabe lo poco que sabe en medio de la vastedad de su ignorancia”.
¿Qué recuerdos guardas de escritores cubanos como Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y Reinaldo Arena?
“A Guillermo Cabrera Infante lo conocí recién salido yo de Cuba cuando el lanzamiento en Madrid de La Habana para un infante difunto en octubre de 1979. Mi primera impresión de que era, fundamentalmente, un hacedor de frases deslumbrantes, no hizo más que robustecerse con el tiempo. Pienso que hubiera ganado mucha fama en aquellos salones franceses de los siglos XVII y XVIII en que se cultivaban las agudezas y el ingenio. No lo traté mucho; pero todas las veces en que nos vimos (casi siempre que pasaba por Londres llegaba a verlo) o hablamos por teléfono fue muy cordial; aunque no puedo declararme un entusiasta de su escritura, algo que él debe haber sabido o intuido.
A Padilla me unió una larga y profunda amistad que empezó aquí en el exilio, donde ambos llegamos casi al mismo tiempo. Era un hombre de notable inteligencia y sensibilidad, con un impresionante repertorio referencial que sabía articular muy bien. Un polemista nato que podía tomar, exitosamente, cualquier lado en una discusión. Era un magnífico poeta, aunque la totalidad de su obra fuera modesta. Tenía un estilo muy peculiar, muy reconocible, que después ha tenido algunos continuadores, pero carentes de su gracia. Lo recordaré siempre como uno de los mejores interlocutores que haya conocido, aunque obraba en su contra una tendencia a la melancolía que no hizo más que acentuarse con los años. Siempre echaré de menos su amistad.
Reinaldo Arenas se parecía a Heberto en el pesimismo, pero ahí terminaban sus semejanzas. Era un ser endemoniado que escribía con calidad muy irregular: en un mismo libro había páginas brillantes contiguas a otras muy lamentables. Curiosamente, tenía el rigor de escribir diariamente, ése que me ha faltado a mí y a muchos escritores. Pero tal vez habría valido la pena que hubiese escrito menos y mejor. Lo traté mucho en mis últimos años en Cuba y también en el exilo, si bien terminé por distanciarme de él, como quien se aleja de una cobra. Estaba sobrado de furia y de rencores y era completamente inmune a la lealtad. Por chantajes había servido de confidente a la Seguridad del Estado mientras estuvo en Cuba y eso lo torturaba. Pocos meses antes de su muerte quiso reconciliarse conmigo y nos vimos algunas veces, pero ahora no estoy seguro de si hice bien. Su aura de negatividad era muy opresiva. Murió sin reconocer lo que la vida le había dado, sólo prestándole atención a lo que le faltaba, y eso es muy triste”.
Por lo general, el periodismo cubano post 1959 ha obviado el tema del hedonismo por diferentes razones, entre ellas una fobia a la ‘banalidad’ o el ‘antagonismo ideológico’ que le supone una sociedad diseñada a disecar el espíritu del hombre. ¿Qué importancia le concedes en tu vida privada y profesional a los placeres?
“Cuando se habla de placeres la gente tiende a pensar en fiestas orgiásticas, en eso que la moral convencional llama ‘vida licenciosa’. Sin embargo, los placeres pueden ser otros. Yo los asocio con aquello que place a los sentidos en una acepción muy general. Siempre he estado muy cerca de lo sensual —contrario a las personas que se declaran ‘espirituales’ y que tienen inquietudes de esa índole. He vivido en un mundo de miradas, de olores, de sabores, de percepciones táctiles… pieles, perfumes, sedas, frutas, paisajes… a esos placeres he subordinado los rigores de la especulación y las torturas de la fe o de la búsqueda de Dios. Me encanta esta vida a pesar de su brevedad, una vida que rememoro, o regurgito, por vía de la memoria. Querría que esta materialidad durara para siempre. Me desalienta de antemano cualquier inmortalidad donde no me acompañasen estos maravillosos sentidos corporales”.
Esta entrevista se realiza para una revista cubana hecha en la propia Isla. ¿Alguna vez te pasó por la mente la posibilidad de que te entrevistaran especialmente para lectores que viven dentro de Cuba, sin tener por ello que concederle la palabra al periodismo oficial de la dictadura?
“Me conmueve y me entusiasma ser leído por mis compatriotas de la isla, como ha ocurrido ya a través de las páginas de esta innovadora y valiente publicación. Si algo me suscitan esos cubanos que alientan y esperan en esa suerte de círculo infernal es un vivo sentimiento de ternura, un profundo impulso de solidaridad que me lleva a sentirme parte de sus sueños y de su entusiasmo, así como de sus frustraciones y amarguras (que me son familiares por haberlas vivido durante muchos años). Cierto es que, gracias a la destructiva gestión de este régimen, la idiosincrasia del cubano ha sufrido muchas alteraciones, muchas transformaciones negativas, entre las que se incluyen las costumbres y el habla. Pero no podemos responsabilizar a las víctimas del naufragio nacional, sino tan sólo sentir compasión por los náufragos —que en última instancia somos todos—, no compasión como sinónimo de lástima, sino en el sentido en que lo explicara Unamuno, como pasión compartida”.
4 comments:
Yo sigo a Echerri en el Nuevo Herald todas las semanas. Un gran escritor tanto por lo que dice como por como lo dice. Me a dado mucho placer leer la entrevista y conocer sobre su vida. Prohibido olvidar!
Gracias lector de maimi, Echerri no solo es un excelente escritor y periodista, tambien un gran ser humano.
Cierto queridísimo Don Eufrates, el señor Echerri es, ademas de un excelente escritor y periodista, un gran ser humano. ¡Que talento!
La entrevista es preciosa, gracias Mrs. N. Herrera.
Gracias también a la revista cubana VOCES, por su hermosa labor tanto en diseño, como en su contenido. Sus artículos son muy interesantes y es la única revista lanzada desde La Habana, que incluye a cubanos de dentro y fuera de la isla.
Siendo villareño, siento un gran orgullo de que Vicente sea original de la ciudad de Trinidad. Hubo algo en esa antigua provincia, que produjo otros tantos grandes talentos...Benny Moré, La Orquesta Aragón, Ma. Conchita Alonso, el Trío Matamoros, entre otros. Quizás sea que Las Villas...tenía clase.
Vicente Echerri, la conserva intacta.
¡Gracias Euf!
Fantástica entrevista, tanto en sus preguntas como en sus respuestas.
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