
La semana pasada, mientras revisaba las películas que ofrecía el canal Sundance, tropecé con Blame It On Fidel. Aunque estaba a punto de dormirme, con ese título creo que no hay cubano que se le resista si se lo ponen delante de sus narices. Y lo que es mejor, el filme me mantuvo despierto hasta sus créditos finales. Sí, ya sé que “estoy atrás del palo”, porque La Faute à Fidel -su título original pues la cinta es francesa- fue realizada en el 2006. Pero, bueno, yo la vi la semana pasada, y si el despiste no puedo cargárselo a quien-ustedes-saben, muchas de mis “musarañas en la azotea” bien que podría, por la misma razón que el personaje central de la película.

Anna, la protagonista, es una niña francesa de 9 años, hija de un abogado y una freelancer que escribe para la revista Marie Claire, en un hogar parisino de clase media alta. Su historia transcurre entre 1970 y 1973. En ese período su padre deja su trabajo para convertirse en enlace entre los chilenos de la Unidad Popular que llevan a Salvador Allende al poder en Chile, y Francia. A partir de ahí, Anna comienza a interpretar el mundo según sus circunstancias y lo que le escucha decir a las personas que la rodean.
Julie Depardieu, en su rol de la madre de Anna, y Stefano Accorsi, en el del padre.
Su primera lección política la recibe de Filomena, su niñera, una exiliada cubana en París, quien le explica que la culpa de todo es de los barbudos rojos. Cuando la estabilidad familiar comienza a desmoronarse, sus nuevas niñeras resultan mano de obra más barata que la anterior, su amplia y confortable casa se reduce a un apartamentico, y los barbudos chilenos ocupan toda la atención de sus padres -entre otros subtemas- Anna saca sus propias conclusiones.

Mi risa en medio de la madrugada debe haber despertado a varios vecinos. Es que, de pronto, me vi retratado en Anna, pero en un marco histórico con varios años de antelación.
Por ejemplo, la virginidad de mi inocencia política creo que la perdí en noviembre de 1963; yo tenía 6 años y cursaba mi primer grado, cuando en Dallas, Texas, asesinaron al presidente norteamericano John F. Kennedy. Mi madre, que era en la época una entusiasta de Kennedy por su dedicación a la igualdad racial en los Estados Unidos, tenía una gran foto suya en blanco y negro, y hasta ese momento, Kennedy era lo más cercano a lo que yo quería ser cuando fuera grande. Aquella ilusión duró hasta 2 ó 3 días después de su asesinato, cuando en la escuela primaria nos pusieron a cantar:
“Míster Kennedy se murió / y lo fueron a enterrar / y el sepulturero dijo / yo no entierro a ese animal…”
La foto de Kennedy desapareció de mi hogar, tal como el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que presidía la sala de la casa de mis abuelos fue a parar al último dormitorio, y yo pasé el resto de mi infancia visualizando a John F. Kennedy tal como lo veía en la foto en blanco y negro de mi madre, pero con un par de orejonas de burro que mi imaginación le agregó arbitrariamente después de cantar aquella dichosa cancioncita.

Anna, la protagonista de La culpa es de Fidel, me recuerda a mí mismo y a mis confusiones, como aquella vez que le mostré orgullosamente a mi abuelo materno mi primera pañoleta de pionero, y mi abuelo, como si yo no existiera, se viró hacia mi abuela y le dijo: “Si fuera mi hijo le arrancaba ese trapo del cuello ahora mismo”.
La frase de “… la revolución se hizo para que todos fuéramos iguales… “, que constantemente se oía en la televisión a principio de los sesenta, debo confesar que me llenó de entusiasmo después que el célebre Manuel Piñeiro, también conocido por Barba Roja y amigo de mis padres desde sus años mozos, le celebrara en la playa de Santa María el cumpleaños a su hijo Manolito y enviara “su” Impala a nuestra casa para llevarnos a dicha fiesta. Fue el primer carro que vi con un teléfono (o lo más parecido a tal aparato que podía tener un carro en aquella época), y yo esperaba con ansias el día en que la revolución nos igualara poniéndole teléfonos a los carros de mis padres.
Aunque por motivos distintos, como Anna también perdí mi paraíso cuando nos mudamos a una casa algo más pequeña, después que dos de los empleados domésticos, el mulato Conrado y el chino Wilfredo, le dijeran a mi madre -ya divorciada- que la dejaban pues iban “a incorporarse a la revolución”, y ella sola no podía manejar aquella inmensa propiedad con varios niños incluidos. Tiempo después mi abuelo comentó, jocosamente, que de tanto que se habían incorporado, los dos “…mal agradecidos, que siempre fueron tratados como familia…”, pararon en un campo de concentración porque a ambos “les había picado un cangrejo”, frase que mi abuelo usaba para referirse a los hombres afeminados. Por buen rato imaginé a Conrado y a Wilfredo con un cangrejo colgado en el culo cada uno.
François, el hermanito de Anna, interpretado por Benjamin Feuillet.
Anna tuvo en su hermanito François como una especie de Pepe Grillo. Yo tuve el mío en mi hermana mayor. En una escena en que Anna le reafirma a François que la culpa es de los barbudos rojos, el niño le dice que Santa Claus es rojo y tiene barba. El fragmento me recordó el día que le dije a mi hermana que cuando fuera grande me iría a luchar a la Sierra Maestra, y ella me contestó: “¡Qué Sierra Maestra, chico…! Si no bajas al patio por un simple panal de abejas…”
A mis 9 años, la edad del personaje protagónico de La culpa es de Fidel, el instinto de supervivencia emocional me orientaba. Había quedado totalmente a su merced a la hora de emitir un comentario, y cuál versión podía dar en la escuela, en el parque con mis amigos o en mi casa. Esa antena que cada niño cubano ha tenido que activar inconscientemente para interrelacionarse en la sociedad guió el resto de mi vida en Cuba, al punto que hasta en una época llegué a creérmelo. Anna pudo darse el lujo de cuestionarse todo en voz alta, porque ella -en su contexto- era la distinta en una sociedad que continuaba funcionando sanamente. Mis submundos ya eran parte de la gangrena.

La película me encantó y se la recomiendo a todo aquel que todavía esté “atrás del palo” como estuve yo hasta la semana pasada. La historia, basada en la novela Tutta Colpa di Fidel, de Domitilla Calamai, seguramente le sacará “los guayabitos escondidos”, como le sucedió a este otro cubano. El filme fue el primer largometraje de ficción de Julie Gavras, hija de Costa Gavras -¿recuerdan Z y Missing?- quien supongo se vio retratada en Anna, personaje magníficamente interpretado por Nina Kervel.

Al final, las devastadoras consecuencias internacionales provocadas por ese laboratorio experimental que ha sido Cuba desde 1959, han hecho que medio siglo después todos los afectados -de decenas de nacionalidades diferentes- señalemos con el dedo hacia el mismo lugar. Es que, aunque parezca tan absurdo como morirse de frío en Cuba, el primer eslabón de la culpa es Fidel Castro. Colgados a ese eslabón, todos los que un día le creímos su retorcido cuento.