En el verano de 1995 renté un estudio en la esquina de la 38th Street y Lexington Ave. La broker que me guió en la búsqueda de apartamento y en todo lo relacionado con el papeleo, una mujer que todavía no había caído en cuenta que existen dos Cuba, me preguntó de qué país era cuando ya habíamos terminado de firmar el contrato. Le respondí y ella me dijo solícitamente: “Qué casualidad, tienes tu embajada ante la ONU justo al frente”.
De más está decir que se me enfrió el alma. Pero, quien conoce esta ciudad sabe lo difícil que es conseguir un lease que medianamente o malamente se pueda pagar. Sobre todo en aquella época. Ahora, sencillamente, los leases son impagables.
Lo primero que me sucedió al estrenar tan extravagante dirección en el corazón de Midtown Manhattan, fue que antes de mudar las cosas me pasé todo un jueves limpiando el lugar. Cuando a las 5 de la tarde ya lo tenía como un crisol, puse una manta en el piso y me acosté sobre ella a ver cómo se llevaban las energías del apartamento con las mías. Y me quedé dormido, profundamente. Y soñé. Hasta que caí en cuenta de que no estaba soñando, que aquellos gritos de “Asesinooooooos”, “Libertaaaaaad” eran reales y venían de muy cerca. Me puse un abrigo y bajé corriendo.
Así me enteré que todos los jueves, de 6pm a 8pm, un grupo de cubanos del exilio, principalmente de New Jersey, tenían permiso legal para pararse frente al edificio de la Misión Cubana para protestar. Semana tras semana. Lloviera. Nevara. Todos los jueves, de 6pm a 8pm, con un alto parlante, un grupo de cubanos admirablemente les recordaban al otro grupo de cubanos dentro del edifico, que Castro era un asesino y pedían libertad para Cuba. Cuando mi horario me lo permitía me unía a ellos y hoy día cada vez que paso por allí me pregunto si todavía la tradición se mantiene.
Unos meses después, para mi desgracia, tuve de vecino, frente por frente, a quienes ustedes saben, el que quiere ahora anexionarnos a Venezuela, la última vez que vino a las Naciones Unidas. Y desde mi ventana vi su limosina negra entrar y salir por el garaje del edificio de la Misión durante varios días, como una pesadilla oscura recordándome que no me había escapado del todo.
De más está decir que se me enfrió el alma. Pero, quien conoce esta ciudad sabe lo difícil que es conseguir un lease que medianamente o malamente se pueda pagar. Sobre todo en aquella época. Ahora, sencillamente, los leases son impagables.
Lo primero que me sucedió al estrenar tan extravagante dirección en el corazón de Midtown Manhattan, fue que antes de mudar las cosas me pasé todo un jueves limpiando el lugar. Cuando a las 5 de la tarde ya lo tenía como un crisol, puse una manta en el piso y me acosté sobre ella a ver cómo se llevaban las energías del apartamento con las mías. Y me quedé dormido, profundamente. Y soñé. Hasta que caí en cuenta de que no estaba soñando, que aquellos gritos de “Asesinooooooos”, “Libertaaaaaad” eran reales y venían de muy cerca. Me puse un abrigo y bajé corriendo.
Así me enteré que todos los jueves, de 6pm a 8pm, un grupo de cubanos del exilio, principalmente de New Jersey, tenían permiso legal para pararse frente al edificio de la Misión Cubana para protestar. Semana tras semana. Lloviera. Nevara. Todos los jueves, de 6pm a 8pm, con un alto parlante, un grupo de cubanos admirablemente les recordaban al otro grupo de cubanos dentro del edifico, que Castro era un asesino y pedían libertad para Cuba. Cuando mi horario me lo permitía me unía a ellos y hoy día cada vez que paso por allí me pregunto si todavía la tradición se mantiene.
Unos meses después, para mi desgracia, tuve de vecino, frente por frente, a quienes ustedes saben, el que quiere ahora anexionarnos a Venezuela, la última vez que vino a las Naciones Unidas. Y desde mi ventana vi su limosina negra entrar y salir por el garaje del edificio de la Misión durante varios días, como una pesadilla oscura recordándome que no me había escapado del todo.
Esta foto la tomé en esa época desde mi ventana.
Con este estigma emocional pasé un año viviendo frente al enemigo. Y ahí, en mi mismo barrio, me encontré a mi amigo E. de la adolescencia, un muchacho que estudiaba en la misma escuela mía y siempre iba a las mismas fiestas que yo y juntos dábamos “muelas” mientras nos hacíamos “la media” fumándonos un cigarrillo, y lo vi, a mi lado, comprando en el Deli de coreanos más cercano, casi hombro con hombro frente a la registradora, y él ajeno a mi presencia a su lado. Mi primera reacción fue tocarle el hombro y decirle “compadre, mira dónde hemos venido a encontrarnos”, y acto seguido congelar la sonrisa que ya había brotado en mi rostro, porque recordé que yo vivía frente al enemigo. Mi amigo E. ya no era mi amigo. El era parte del enemigo. Y crucé la calle con rabia por el daño que la famosa revolución nos hizo a todos nosotros, los conejillos de India de su experimento.
Luego las escrituras del destino pusieron debajo de mi ventana, literalmente hablando, al ex alcalde Rudy Giuliani el día que nombró la 38th Street esquina noreste con Lexington Ave. -justo la misma esquina donde se encuentra la Misión Cubana ante las Naciones Unidas- como Hermanos al Rescate (por un lado de la señal) y Brothers to the Rescue (por el otro), en respuesta al asesinato de los cuatro pilotos de las avionetas de Hermanos al Rescate, ordenado por Raúl Castro en 1996.
La tribuna desde la cual habló Giuliani fue improvisada en la escalera de la entrada de mi edificio, y mi calle, la 38th, desde ese día Hermanos al Rescate Street, se llenó de cubanos del exilio, personalidades políticas, prensa local y cadenas nacionales. Observando aquello mi corazón bombeó henchido de patriotismo.
Y de pronto pasó una escena surrealista, de esas que uno no puede siguiera imaginar: Los cubanos del bando del enemigo sacaron unas bocinas por las ventanas (de noche el edificio más triste de Manhattan, sucio y pobremente iluminado) y mientras Giuliani pronunciaba su discurso emotivo, se empezó a escuchar a Pablo Milanés a toda voz cantando eso de “...yo me quedo, con todas esas cosas...”
Los transeúntes estadounidenses y de la multicultura que pasaban por el área miraron aquello como asombrados y perdidos, y yo me elevé de mí mismo y de mis emociones por lo que estaba sucediendo debajo de mi ventana y frente a ella, y me pregunté si habría sido a E. a quien se le había ocurrido tan folclórica idea.
En cuanto se me venció el lease entregué el estudio, porque yo había venido de muy lejos precisamente ejercitando el método de la distancia para sanarme y si seguía viviendo ahí mi padecimiento se volvería incurable.
Con este estigma emocional pasé un año viviendo frente al enemigo. Y ahí, en mi mismo barrio, me encontré a mi amigo E. de la adolescencia, un muchacho que estudiaba en la misma escuela mía y siempre iba a las mismas fiestas que yo y juntos dábamos “muelas” mientras nos hacíamos “la media” fumándonos un cigarrillo, y lo vi, a mi lado, comprando en el Deli de coreanos más cercano, casi hombro con hombro frente a la registradora, y él ajeno a mi presencia a su lado. Mi primera reacción fue tocarle el hombro y decirle “compadre, mira dónde hemos venido a encontrarnos”, y acto seguido congelar la sonrisa que ya había brotado en mi rostro, porque recordé que yo vivía frente al enemigo. Mi amigo E. ya no era mi amigo. El era parte del enemigo. Y crucé la calle con rabia por el daño que la famosa revolución nos hizo a todos nosotros, los conejillos de India de su experimento.
Luego las escrituras del destino pusieron debajo de mi ventana, literalmente hablando, al ex alcalde Rudy Giuliani el día que nombró la 38th Street esquina noreste con Lexington Ave. -justo la misma esquina donde se encuentra la Misión Cubana ante las Naciones Unidas- como Hermanos al Rescate (por un lado de la señal) y Brothers to the Rescue (por el otro), en respuesta al asesinato de los cuatro pilotos de las avionetas de Hermanos al Rescate, ordenado por Raúl Castro en 1996.
La tribuna desde la cual habló Giuliani fue improvisada en la escalera de la entrada de mi edificio, y mi calle, la 38th, desde ese día Hermanos al Rescate Street, se llenó de cubanos del exilio, personalidades políticas, prensa local y cadenas nacionales. Observando aquello mi corazón bombeó henchido de patriotismo.
Y de pronto pasó una escena surrealista, de esas que uno no puede siguiera imaginar: Los cubanos del bando del enemigo sacaron unas bocinas por las ventanas (de noche el edificio más triste de Manhattan, sucio y pobremente iluminado) y mientras Giuliani pronunciaba su discurso emotivo, se empezó a escuchar a Pablo Milanés a toda voz cantando eso de “...yo me quedo, con todas esas cosas...”
Los transeúntes estadounidenses y de la multicultura que pasaban por el área miraron aquello como asombrados y perdidos, y yo me elevé de mí mismo y de mis emociones por lo que estaba sucediendo debajo de mi ventana y frente a ella, y me pregunté si habría sido a E. a quien se le había ocurrido tan folclórica idea.
En cuanto se me venció el lease entregué el estudio, porque yo había venido de muy lejos precisamente ejercitando el método de la distancia para sanarme y si seguía viviendo ahí mi padecimiento se volvería incurable.
2 comments:
Hacia rato que no le escribia, mi amigo, pero he seguido leyendolo todo este tiempo con placer.
Me gusto mucho este comentario, y tambien el de Giuliani, aunque el me parece peor que un "traidor" a los Yankees
Siga el buen trabajo
Nino
Gracias por regresar, amigo Nino, ya lo extranabamos por El Imparcial.
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